Por Victoria Lozano
Minutos
después de salir de casa me llamó, pensé que había olvidado las
llaves así que le contesté desganada, pero la ansiedad de su voz me
despertó. La policía estaba abajo, algo ocurría en el quinto piso.
No demoré en entrar a escena.
La
puerta de Mauricio estaba abierta, preparé la garganta carraspeando
y me asomé entre el caos de muebles. Adentro dos policías y al
fondo, una dulce viejecita así como las de cuento, que con ojos
llorosos, pareció aliviada al verme.
Llegué
a vivir a este edificio hace seis años, Mauricio ya habitaba aquí.
Era de “los vecinos buena onda”, cada vez que hubo alguna
situación de tipo comunitaria –terminamos, sin ser amigos-
chismoseando acalorados en su ventana o en la mía, enfriando la
lengua en una cerveza.
Hola,
dije mirando a los hombres de frente ¿qué pasa? el policía se irguió y mientras secaba sus manos, me explicó que el joven había
intentado suicidarse, escandalosamente en el balcón.
Mauricio
estaba en el suelo, sólo vestía un calzoncillo roñoso que se
traslucía por el agua de su pecera que estaba regada por toda la
habitación. Boca abajo, esposado, con la mirada pérdida.
Me
encontré en los ojos de la señora, más anciana que hace unos
minutos y me presenté “soy Loreto, vecina del Mauri, vivo arriba”.
Ella, Tania, era su madre. Iba a preguntar en que podía ayudarla
cuando una sacudida remeció el lugar con un aullido. Me ericé. Los
policías intentaban destrabar las piernas de Mauricio enredadas en
las patas de una silla y él gritaba de dolor.
¡Para
que le vas a romper las piernas! el sudado hombre dejó caer la silla
y con ella, las maltratadas piernas y sus caderas, Mauricio me miró
y cerró los ojos, lo vi como a un niño indefenso y pensé en lo
terrible que es perder el control y la cordura.
Me
arrodillé y le acaricié el pelo sucio, le tomé una pierna, la
doblé un poco y la saqué de la silla, luego la otra. Ya está,
dije, y ¿ahora qué? Ahora vamos a llevarlo al psiquiátrico, me
respondió el más viejo, mientras daba aviso por radio para que
trajeran el carro policial destinado a ese tipo de quehaceres.
Asumí
que no tenía nada más que hacer ahí, por lo que le dije a Tania
que cualquier cosa que necesitara yo estaría en mi departamento. Iba
a anotarle mi número de teléfono, pero me tomó del brazo y me
preguntó si podía acompañarla.
Pocas
veces habló Mauri de su familia, cuando lo hacía describía a su
madre como una mujer de mundo, moderna, liberal y adinerada. Nada que
ver con la señora sencilla, de rostro cansado, vestido desgastado y
colgante de crucifijo. Tenía manos de trabajadora y canas que se
asomaban tímidas entre su cabellera. Físicamente eran
perturbadoramente parecidos.
Llegó
el carro, le quitaron las esposas y extendido horizontalmente se lo
llevaron por las escaleras. Me imagino que Mauricio debe haber
sentido, al menos por un instante, que volaba.
Nos
fuimos con Tania rumbo al hospital y en el camino le ofrecí mi
celular para que llamara a don Enrique, padre de Mauricio y le
avisara la situación, pero me dijo que no, que él había muerto
hace años. Supongo que notó mi cara de extrañeza porque más tarde
retomó el tema y es que no era posible que estuviera muerto porque
el Mauri siempre hablaba de él y porque además yo me lo topaba
constantemente en el ascensor.
En
la sala de espera, Tania fue llamada a conversar con el médico y ahí
me enteré que era el segundo episodio. El diagnóstico fue
esquizofrenia, nos dio una lista de artículos personales que
debíamos llevar, puesto que estaría internado varios días.
Teníamos que esperar que entregaran unos documentos así que la
invité a la cafetería.
Frente
a frente y café de por medio, supe que el Mauri era el menor de tres
hermanos, los mayores vivían en países vecinos y no tenían mucha
relación con ella, salvo la cordial y propiciada por fechas
religiosas que en profunda fe compartían. Y que Enrique no era el
padre.
Retiramos
los papeles y nos devolvimos al edificio, de donde ella recogería
las pertenencias solicitadas, en el camino me contó la primera
crisis. “Hace tres meses mi hijo comenzó a actuar diferente, le
cambió la voz y tenía la mirada pérdida. Se puso agresivo, mal
educado y no comía, logré que se fuera conmigo a casa, pero ese
mismo día empezó a alucinar, a ver gente y hablar incoherencias,
descontrolado totalmente. Llamé a unos hermanos de la iglesia para
que me ayudaran a llevarlo al hospital y ahí estuvo internado tres
días, después de eso no volvió a ser el mismo. Traté de que se
quedara conmigo, pero a él le gusta un estilo de vida que yo no
puedo darle. Me imagino que no se ha tomado los medicamentos que le
recetaron y por eso le pasó esto de nuevo”, concluyó angustiada.
Me
acuerdo de esos días raros del Mauri, porque había recogido un
perro callejero y anduvo repartiendo alimento por todo el edificio.
Un día lo encontré gritando en la esquina, peleando sólo, pero
pensé que se había fumado algo o que estaba borracho. No volví a
verlo por varios días, hasta que regresó como si nada, contando que
venía de unas vacaciones en la playa con unos amigos.
Las
vecinas ya habían barrido afuera del departamento, adentro, los peces
intactos brillaban en el suelo, las ventanas estaban cerradas y olía
a remedios y a enfermedad.
Antes
de buscar las cosas, Tania se sentó en la cama y me confesó sin
mirarme nunca más a los ojos, que Enrique era el violador de su
hijo. “Mauricio estudiaba en una escuela pública a una hora de la
casa, a veces se iba con su papá que trabajaba cerca. Tenía 13 años
cuando fue contactado por un maestro que lo invito a tomar una
cerveza, le dijo que no se preocupara por el permiso, que hablaría
con don Patricio, su padre y le diría que formarían un grupo de
investigación que se reuniría todos los días por las tardes”.
El
maestro era un contacto que Enrique tenía para satisfacer su
pedofilia, me explicó Tania, “Mi hijo se deslumbró con los
regalos y el dinero que empezó a recibir y de un momento a otro se
volvió incontrolable, hacía lo que quería y no respetaba horarios
y reglas de la casa, en esa época empezó a tomar y fumar. Yo sabía
que algo estaba pasando, pero no entendía que podía ser”.
Un
día Patricio decidió seguirlo al terminar la jornada escolar y vio
a su niño subirse a un auto de lujo, manejado por un hombre mayor.
Los vio entrar a un motel.
“No
sé
cómo
fue
en
detalle
lo
que
ocurrió”,
continuó
afligida,
“pero
días
después
mi
marido
se
reunió
con
Enrique
y
llegaron
a
un
acuerdo,
porque
al
poco
tiempo
Patricio
me
dijo
que
le
había
salido
una
oportunidad
para
que
nos
fuéramos
a
trabajar
a
Miami,
nos
fuimos
por
un
año
y
los
niños
quedaron
a
cargo
de
una
señora
que
venía
a
limpiar
y
cocinar.
Cuando
regresamos
pudimos
comprarnos
la
casa
que
hasta
ese
momento
alquilábamos.
Mi
marido murió de cáncer dos años después, el Mauri tenía
diecisiete años y se veía poco en casa, un día, cuando muchas
cosas no me calzaban, Mauricio me dijo que lo habían violado. Y
que su padre lo había vendido.
Fue
una época crítica, se fue de la casa, pero Enrique lo encontró y
me lo vino a dejar”. Los celos del violador se habían manifestado
en una feroz golpiza.
La
dulce viejecita como las de cuentos había desaparecido, a mi juicio
sino se denuncia y no te opones con la vida si es necesario, entonces
eres un cómplice más de la maldita red de pedófilos. Carraspeé,
quería tomar agua pero la cocina estaba asquerosa, abrí la ventana
y prendí un cigarro, “cuando termine de fumar le ayudo a hacer el
bolso que hay que llevar” le dije y nunca más volví a mirarla a
los ojos.
Guardamos
lo necesario y entonces iluminada le pregunté ¿por qué su hijo no
vende el auto y el departamento y se va a vivir con usted, a otra
ciudad inclusive? “pienso que es la única manera de que él pueda
mejorarse, sino estas recaídas van empeorar cada vez más”, rematé
esperando positiva respuesta, pero ella me explicó que ni el
departamento, ni el auto estaban a nombre del Mauri, tampoco las
tarjetas de crédito que él manejaba.
A
sus 31años Mauricio no tenía nada, salvo una madre dispuesta a
cuidarlo de por vida purgando su propia culpa y un violador que lo
mantenía igual que a otros más jovencitos.
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