Antillanca
significa en mi pueblo, perla del sol.
Así me llamó mi abuela el día que mi madre dio a luz en medio de araucarias, junto a un pozón de aguas calientes, cuyo vapor termal me salvó de no morir de frio aquella tarde otoñal. Mi abuela Millaray asistió a mamá en el parto que según los cálculos estaba pronosticado para 20 salidas más del sol.
Así me llamó mi abuela el día que mi madre dio a luz en medio de araucarias, junto a un pozón de aguas calientes, cuyo vapor termal me salvó de no morir de frio aquella tarde otoñal. Mi abuela Millaray asistió a mamá en el parto que según los cálculos estaba pronosticado para 20 salidas más del sol.
Alejadas
de casa e internadas en la profundidad del bosque las dos mujeres
avanzaron extasiadas por la senda que el olor de los pinos y la tierra
virgen les dictó como natural destino. Cuenta mi abuela que mamá quiso
lavar sus pies cansados en la orilla de la poza calurosa y que el relajo
fue tal que se recostó y apoyó la cabeza en la arenilla húmeda que
bordeaba las piedras. Sin premonición cerró los ojos, abrió las piernas y
comenzó a pujar. Millaray alcanzó a estirar los brazos y sujetarme la
cabeza que ahí mismo bendijo lanzando salpicones de agua tibia, mezcla
del agua densa y purificada de mi madre Relmu y la sangre de la tierra
misma, que brotada entre las piedras.
Relmu,
que en mapudungun significa arcoíris, me besó en la frente mientras
lanzó un gemido de dolor tan intenso, que la hundió en el barro que toda
la sangre derramada había formado en el suelo y con sus enormes ojos
negros abiertos, entregó su cuerpo a la pacha mama. Sus relieves de hembra aguerrida formaron un firme montículo rocoso multicolor.
Mi
abuela me tapó con su manta negra, esparció hojas de eucaliptus en los
rastros de Arcoíris y me cobijó en su canasta acostándome sobre yerbas
recogidas, cuyo olor se quedó a vivir en mi cuerpo y según decían tenía
un efecto pacificador en la gente.
La
sonrisa de mi abuela demostraba orgullo por mi llegada, su mirada en
cambio dejaba ver la espina que la muerte de su única hija le dejó para
siempre, clavada en el espíritu.
Mis
abuelos me criaron hasta el día de sus muertes. Millaray como flor de
oro cubrió con sus raíces el recuerdo del abuelo Curihuentro que se
esparció como un círculo negro al centro de la última fogata que
alcanzamos a encender juntos.
Yo
tenía 7 años, cinco ovejas, un perro y gallinas con pollos a los que
les perdía la cuenta. Recuerdo que los días siguientes a la partida de
mi abuela, me sentaba con los pies en el río a comer las frutas cocidas
que quedaban en la olla grande.
No
duró mucho, porque la vecina enterada ya de la tragedia, decidió dar
aviso en la municipalidad del pueblo más cercano de la terrible
situación de la niña huérfana. Recibí muchos apretones cariñosos en las
mejillas, hasta que una tarde en que el frío me estremecía los huesos
llegaron en una camioneta a buscarme unos señores que se hacían llamar
tíos. Estuve en varios lugares, pasé por doctores, papeles y muchas
preguntas hasta que una noche me encontré durmiendo en mi nueva
habitación, en casa de la familia Sarmiento.
Aprendí
mucho con ellos, llegué a dominar tan bien su idioma, que olvidé el mío
casi por completo. Aquí llevo viviendo cinco años, sé levantarme al
amanecer, prepararles pan para su desayuno, hacer las camas, limpiar los
pisos, ordenar las cosas que casi nunca están en su lugar, cocinarles
cazuelas, carnes, porotos o lo que me pidan. Por las tardes lavar las
ropas, plancharlas y dedicarme a coser prendas rotas o jugar con los
niños de la casa.
Siempre
hablamos de lo muy agradecida que debo estar, ellos me salvaron de ser
devorada por pumas o malcriada por indios salvajes que vivían por ahí.
Además
amablemente decidieron conservar las tierras y la antigua casa que
pertenecía a mis abuelos, aunque para no distraerme con recuerdos, nunca
me llevaron a visitarla. Pero me quedo tranquila porque ellos me
cuentan que cuidan el lugar y a los animalitos.
A
veces me da pena que tengan que hacer sacrificios por mí, como pagarles
a más de quince personas para que mantengan ese lugar. Me cuenta la
señora que es muy grande y que las frutas, verduras, animales y árboles
crecen sin parar. Si hasta un negocio debieron montar, porque no
hallaban que hacer con tantas cosas. Y con el tiempo incluso tuvieron
que comprar camiones.
Por
todo lo que han hecho por mí es que me da vergüenza lo que voy a hacer,
pero mis pensamientos ya no me dejan opción. He intentado acostumbrarme
a mis nuevas tareas, pero el asco es tan profundo que por las noches,
su olor se me impregna en la nariz y las arcadas me nacen desde el alma.
Yo
sé que les debo la vida y que nunca tendré la forma de pagarles, pero
mis lágrimas ya no se detienen. Siento una pena muy grande.
Esa
noche, don Raúl vino como de costumbre y me golpeó en la cara por no
estar desnuda. Me tiro las trenzas y cuando estuve en el suelo se me
enterró como una lanza afilada. Con mucho dolor en el vientre tomé el
cuchillo con que había cortado los choclos, porque a doña Elvira le ha
antojado comer pasteles toda la semana. Y en una de las vueltas en las
que quedé encima de él, en un solo suspiro mío, le rebané el cogote. Su
sangre hedionda impregnó mis manos con las que le cerré los ojos, para
que nunca más se atreviera a mirarme.
Por
la mañana, cuando doña Elvira abrió bruscamente la puerta, en busca
del marido perdido, un rayo de luz que se colaba por la techumbre con
forma de una esferita radiante, la encegueció un instante. Para luego
descubrir la escena, que extrañamente emanaba un olor a yerbas tan
fuerte que la mujer debió salir de la habitación a desmayarse más allá.
La perla del sol se quedó hasta el anochecer iluminando la
cara del difunto, mientras que de Antillanca nunca más se volvió a
saber.
*cuento finalista en el Concurso de cuento Revista Archivos del Sur
Noviembre 2009
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