martes, septiembre 1

Cárcel de Hombres, Infierno de Mujeres


Por Andrés Bianque.


Alto se levanta un arrecife azul de fierros erguidos que separan el penal, donde duermen los hombres privados del afuera, donde pernoctan las mujeres de noche. Aquellas, ésas, que vienen a “hacer la noche”, o sea, alojar la madrugada sobre sus cuerpos.

Aquellas a las cuales, las noches las va “haciendo”, poco a poco, luna tras luna, nube a nube, estrella tras estrella.
Largas lanzas azules conforman el enrejado que demarca el límite, entre aquellos que han sido castigados a ciertas penas y, aquellos que penan en las afueras, esperando y esperando.

Qué empalizada de cuernos de narval desafiante, separa a los unos de los otros.

Las visitas serán numerosas el próximo día. Entre más rápido se entre al recinto, mas tiempo se puede estar con el recluso en cuestión, los tardíos disfrutarán menos tiempo y no siempre todos podrán entrar.


Entonces el día anterior, llegan las mujeres al anochecer, a adosar sus pertenencias contra la empalizada marina acerada. Las infaltables bolsas con víveres para sus seres queridos. Colchones, sacos de dormir, sillas de playa, cajones, pisos, chaquetas gruesas, chalecos robustos, cartones y de un cuanto hay, conformará la indumentaria que intentará ser regazo y cuna artesanal para suavizar la dureza de la noche.

Poder descansar, dormir y ser una de las primeras en la larga fila que se aproxima.
El frío es una enredadera inmensa, que crece lento pero decidido, en estas horas estivales, madreselva de cemento y aceras donde duerme esa larga hilera de mujeres unidas y entreveradas en esponjas tiradas contra el suelo, intentando separar la hoja gélida de sus cuerpos con la del concreto.

No se conocen entre sí al principio, luego el tiempo las va hermanando. Se cuentan sus temores, secretos y dolores.

Está Sandra que acompaña a su cuñada, Claudia que viene desde el Sur, a ver al padre de sus hijos, así Marcela, así María, así tantas que los nombres y razones se hacen incontables, inmensas.

Así la señora Margarita que guarda siempre uno de los primeros puestos y que vende al mejor postor la siguiente mañana. Sea otoño o invierno, verano o vientos, lluvia o escarcha, ella estará allí.

No se conocen entre sí, pero la noche las presenta de un tirón y ésta, las hace acurrucarse, abrazarse las unas a las otras rápidamente, acomodando sus existencias y respiración, a la vigilia de amor envuelto que lleva esta acción.

A medida que la noche avanza, las cobijas primero se enfrían, luego el vaho nocturno va humectando de rocío tranquilamente las frazadas esparcidas. Y entre colchón fiero y frazada resistente duermen estas perlas negras de la noche.

Voces susurran en algún lado, no veo a nadie, quizás fantasmas de reclusos ya idos, plegarias de internos encerrados se cuelan por entre las fisuras del sistema y llegan a la calle empapándose de libertad ausente.

Tendidas como estatuas de ébano contra el piso, recostadas, amortajadas de esperanzas, descansan. Sobres que llevan cartas de carne, flores y huesos en su interior. Los perros de la calle se pasean con una confianza campante, comparten sus dominios con estos vecinos pasajeros en su viaje terrestre. Éstos, aún siendo abandonados por otros humanos, gruñen y ladran contra algún extraño que se acerque. Se engrifan si perciben malas vibras en el ambiente. A pesar de todo, su naturaleza hermosa, los hace leales y fieles contra todo lo malo. Y reciben como siempre algún rastrojo, algún pedazo de pan blando, y lo más anhelado, una palabra tierna venida de un transitorio amo.

Los cigarrillos se repiten sin cesar, algunas juegan interminables juegos de carta, que jamás concluirán. Se cuentan los procesos, lo que dijo el abogado, lo que puede pasar en el siguiente careo, interrogación, fallo o si es bueno o malo el juzgado que le ha tocado.

Ninguna, ninguna, jamás dirá algo negativo en relación a lo judicial. Siempre blanden la esperanza, siempre piensan que en cualquier momento le darán la libertad. Hace rato que ha pasado la medianoche y los niños aún juegan inocentes y despreocupados en la gran calle. Una pequeña pelota de plástico entibia la sangre de los infantes, que poco entienden qué hacen sus madres acostadas en la calle.

De vez en cuando pasa un automóvil con tranco raudo y un conductor que cierra los ojos evitando ver el espectáculo de mujeres y niños tirados sobre las aceras. Indesmentible fría y humedecida, es la hoja donde escribo, todo aquello que veo y que me rodea. Me falta la tibieza del pulso, la palma helada reclama y salta, los dedos fríos son testigos de mis dichos. Se corre la tinta de la hoja, como el rimel en llanto de un par de ojos que sufren por no poder estar junto a su ser amado.

De pronto, el llanto casi imperceptible de un bebé me rompe el egoísmo temporal que mis palabras han tomado en este instante. Ni a dos metros de mi, observo estático como asoma la cabeza erguida de una mujer de cabello teñido de noche, para luego, y aquí los movimientos se hacen muy lentos, muy lentos, descorrer en fracción precisa y perfecta la frazada que la cubre, para mostrar como debajo de todo aquello hay un infante que ha perdido el pecho.

Se me hace presenciando un nacimiento, entre cortinas de pueblo pobre, el nacimiento de un niño de los nuestros, de esos forjados y acerados en el dolor y las durezas. Y me siento fatal, horrible, bajo, miserable de estar sólo observando estático con los ojos y escribiendo a trazos desordenados lo que estoy viendo, en vez de ir a abrazarla, de decirle que sea fuerte, de cantarle a su pequeño, que duerma tranquila que yo estoy de ronda, que nadie vendrá a robarle su puesto o sus cartones o víveres sus panes preparados o sus cigarrillos o sus frazadas que ha traído con tanto sacrificio, que todo va a estar bien.

Y pienso en su nombre que no sé, y pienso en su compañero que a estas horas quizás duerme esperando la visita de mañana domingo y me dan ganas de meterme por entre las rendijas de la cárcel e ir a decirle que se porte bien. Que no lo aplaudo, pero tampoco lo condeno a las penas del averno, que la necesidad nos hace muchas veces tomar caminos equivocados, pero que si tan sólo entendiera que este sistema es tan injusto, que el camino pasa por luchar por justicia para todos, no solo para uno mismo o su propia familia, sino todas las familias. Que nadie tenga que salir a robar para darles un pedazo de pan a los hijos, que este sistema Capitalista es el culpable de casi todos nuestros males. Que se organice, que aprenda, que lea, que aproveche el tiempo, que se eduque, que reflexione acerca de cómo poder cambiar las cosas…

Y el niño vuelve a llorar y su llanto chiquito me trae de vuelta a la calle, y ella lo vuelve a sacar de entremedio de las hebras hilvanadas como si lo hiciera de entre las hojas de un libro y el pequeño fuese un poema, un fragmento de tinta detenida en la madrugada.

Y le canta despacio y alcanzo a escuchar; Tu pelo es un rayito de sol, de entre sus dientes. Le habla tierna y lo tranquiliza, sin saberlo, también me suaviza mi propio pecho.

Enero es fiero y se levanta temprano, martillea los árboles con cantar de pájaros.

Su presencia es alarma de claridad sobre los que duermen. Y una a una comienzan a emerger de entre las ropas.

Enfrente del Recinto Penitenciario se apostan rémoras mercantes, que todo lo cobran, todo lo venden. Casuchas transformadas en puestos, desayunos varios y fritangas, y que de alguna manera se las han ingeniado para tener luz y agua en tambores de plástico.

Se turnan, dos irán primero al baño, las restantes cuidarán las pequeñas pertenencias. Las más desconfiadas caminan, pero nunca sueltan la bolsita con mercadería para sus respectivas visitas.
A la entrada del baño se encuentra un bidón rebosante de agua, el cual converge en un lavatorio de plástico. Arriba del envase de agua, estratégicamente puesto, se encuentra un espejo que no es el más hermoso, pero cumple sus funciones. Un peine cuelga amarrado de un cordel. El precio por el uso de este set de limpiados, está clara y grotescamente destacado.
Y comienza el rito del agua, sobre las mujeres…

El líquido les devuelve el color en beso de moléculas y átomos sobre sus mejillas, les arregla el pelo y adereza su cutis en plan de cerezas matutinas, se lleva el olor a tristeza, la costra invisible que dejan sus lágrimas nocturnas y les deja un olor a limpieza tierna que no lo otorgan ni los más caros perfumes.

Y el rimel exacto sobre los ojos, y el labial que no sea excesivo, justo como a él, le encanta verlo. Y se ayudan las unas a las otras, se aconsejan intentando verse lindas para sus compañeros.

Supieran ellos, lo que deben pasar para llegar hasta ellos, supieran los hombres cuanta hermosura habita dentro de esas mujeres, que lo soportan todo, que se hacen las valientes y rudas contra aquellos machos que saben que están solas e intentan robarles sus bolsitas con mercadería o pasarse de listos. Que duermen en la calle soñándolos, ansiando darles ese abrazo que les falta todas las tardes. Supieran como cuidan a sus críos del frío y de los fríos de corazón que siempre pretenden hacer leña de las flores caídas.

Cuatrocientas mujeres, a veces más, a veces menos entran a las visitas. No todas duermen en la calle, yo sólo conté cien.

Un gendarme simpático responde mis ingenuas preguntas, ¿Ocurre lo mismo en la Cárcel de Mujeres? ¿Esperan los hombres en las noches por ellas?

Jamás he visto algo así, no es necesario. Las visitas de los hombres no pasan de las ciento cincuenta, no hay para qué hacer largas esperas. Sólo cuando hay venusterio aparecen a granel.
Así como llegué, me voy, callado. Llevo prensado el cuaderno donde he tomado todos estos apuntes. Sí sólo pudiera hacerlos llegar a esos hombres que no ven cuanto dolor y sacrificio duerme en la calle esperando verles. Si las condiciones en las cárceles son inhumanas, en rededor no son mucho mejor…

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